Todo empezó con una pregunta inocente.
— “Mamá… ¿las cabritas de verdad vienen del maíz?”
Mi hijo miraba una bolsita de palomitas como si acabara de descubrir un secreto ancestral. Yo respondí que sí, claro, que el maíz explotaba con el calor y que ¡pum! se transformaba en eso blandito y rico que comemos en el cine.
Error. Craso error.
Porque en lugar de quedarnos en esa bella anécdota, mi hija se levantó con los ojos brillando y gritó:
— “¡Entonces hagámoslas en la casa!”
Y ahí empezó la aventura.
¿Yo? No tenía ni idea de cómo se hacían palomitas de verdad. O sea, sin microondas, sin bolsa mágica, sin botón de “cabritas” en el micro.
Y justo en ese momento pensé: ¿será tan simple como dije? ¿Será que en verdad el maíz solo con calor y ¡pum! se transforma en eso blandito y rico que comemos en el cine?. Así que me senté, vi como diez tutoriales en YouTube —algunos con chefs sonrientes, otros con manos misteriosas y una olla vieja— y tomé notas como si me estuviera preparando para un examen de cocina en Hogwarts sintiendo emoción y predispuestamente estafada.
Pero lo hice.
Aceite, maíz, tapa. Dos niños expectantes mirando como si fuera una ceremonia. ¡POP! gritó el primero. ¡POP POP POP! como fuegos artificiales. Y por un momento me sentí como una bruja buena haciendo magia con granos dorados.
Hasta que…
Se salió la tapa.
Literalmente, la tapa voló. Maíz por el suelo, palomitas por todas partes, aceite en mi delantal, los niños gritando y riendo a la vez, y el gato mirándonos desde la puerta con cara de “¿esto siempre es así?”.
Fue un caos, pero un caos hermoso.
Las palomitas quedaron raras. Algunas quemadas, otras crudas, ninguna con azúcar suficiente. Las pusimos en un bol grande, nos sentamos todos en el sofá, y ahí vino la estocada final:
— “Mamá… no son iguales que las del cine.”
Y yo me reí. Porque tenían razón. Pero también tenían las manos llenas de maíz hecho en casa, los dedos brillantes de aceite y los ojos llenos de emoción por haber visto cómo algo tan simple se transformaba en algo tan rico.
Me recordó que las frutas y verduras no solo son “cosas saludables que hay que comer”, sino pequeños milagros de la naturaleza que esconden historias, sabores, y a veces, momentos mágicos en familia. Que no siempre saldrán perfectos, pero siempre valdrá la pena el intento.
Las mejores palomitas no salieron de esa olla, pero sí salió algo más sabroso: el recuerdo.
Y cuando entré a la cocina más tarde y vi el desastre que habíamos dejado, suspiré, sonreí y pensé: sí, definitivamente fue una buena idea.