Estrategias extremas de supervivencia alimentaria

No sé en qué momento me convertí en ese tipo de mamá que ve una pala de jardinería y piensa: “esto podría salvarnos del drama de comer zanahorias”.

Todo empezó una noche cualquiera, mientras hacía zapping digital en modo zombie y me quedé pegada viendo un TikTok tras otro de huertos caseros. Ya saben: mamás perfectas, con uñas limpias y tomates brillantes, logrando que sus hijos se comieran todo lo que salía de la tierra con cara de “qué delicia”. En 15 segundos, todo parecía posible.

Al día siguiente, salí al patio y lo vi claro: ese rincón que el perro había convertido en su vertedero personal, con una pala oxidada, una media enterrada y la pelota desinflada de Leo… podía convertirse en nuestro huerto. Nuestro huertito de la esperanza.

Mi teoría era simple: si los niños plantan la verdura, la riegan, la ven crecer… tal vez, solo tal vez, no pongan cara de “esto huele a caca” cada vez que ven una hoja verde en el plato.

Spoiler alert: no fue tan fácil como parecía en TikTok.

Plantamos desde cero. Semillas. Con fe, con tierra, y con una expectativa completamente inflada por los algoritmos. Tomates, zanahorias, albahaca y menta. Cada uno elegido con la esperanza de que terminara en un plato y no en el suelo del comedor.

Primero vinieron los nombres. Matilde llamó “Florencia” a la menta, “Don Pepino” a un tomate (que ni era pepino, pero bueno) y Leo exigió que su zanahoria se llamara “Max Destructor del Invernadero”. Yo no pregunté por qué. Aprendí hace tiempo que hay batallas que es mejor no pelear.

Después vino la fase del riego. Que en realidad fue la fase del barro. No sé si alguna vez han visto a una niña de cinco años con una regadera y cero control motriz, pero se parece bastante a una escena de guerra. Me salpicó la cara, se mojó entera, y «Florencia» casi se ahoga en una charca.

Pero contra todo pronóstico, algo empezó a crecer.

Y no fue de un día para otro. No hubo magia. Hubo espera. Días de tierra seca. De dudas. De “esto no va a salir”. Y de pronto, ¡una hojita!

Matilde salía todas las mañanas a ver “cómo estaba su hija” (la menta). Leo medía las hojas (de lo que esperábamos que fuera una zanahoria) con una regla escolar y decía cosas como “mamá, esta planta tiene más futuro que yo en matemáticas”. Y yo… yo empecé a entender que quizás no todo era por la verdura.

Era por ellos. Por verlos cuidar algo con paciencia, por ver sus manos sucias de tierra y sus caras de asombro cuando asomó la primera hojita. Era por las conversaciones que teníamos mientras desenterrábamos bichos y hablábamos de cómo crecen las cosas cuando uno se toma el tiempo.

Y entonces, cuando ya sentía que mi corazón estaba lo suficientemente blando como para hacer puré con albahaca, llegó él. Con una maceta gigante en los brazos.

—¿Un árbol? —le pregunté al ver el pequeño limonero.

—Un futuro jugo —me respondió con esa sonrisa de “me quiero ganar puntos sin lavar platos”.

Los niños gritaron como si fuera Navidad. “¡Vamos a tener LIMONES!” chilló Matilde, como si acabáramos de adoptar un unicornio. Leo ya estaba viendo cuánto jugo se podía hacer con un solo limón. (Spoiler: no mucho).

Hasta que llegó la noche, esa noche en la que incluimos en la cena nuestros tomates, un poco de nuestra albahaca y una zanahoria. No sobró nada, ni hubo drama, ni menos cara de “esto parece planta”. Fue como si de pronto, comer verdurae fuera una hazaña digna de celebración.

Y mientras regábamos nuestro pequeño huerto, los cuatro juntos en el patio, pensé que a veces uno se pasa la vida buscando soluciones mágicas para todo… y resulta que bastaba con un poco de tierra, paciencia, y un árbol de limones.

Yo, Mamá 💜🌸

Comparte esta nota!

Notas Relacionadas

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *