La odisea de la colación

Hay batallas que una libra en silencio. Algunas se libran en el pasillo de la farmacia, otras en la fila del supermercado y otras —las más intensas— frente a la lonchera, a las 7:30 de la mañana, mientras intento convencerme de que una manzana puede competir contra una galleta rellena.

Spoiler alert: no puede. O al menos, no sin ayuda divina o sobornos emocionales.

Porque claro, una entra a la maternidad con sueños nobles: “Yo no le voy a dar azúcar procesada”, “En mi casa se comen frutas de estación”, “Los jugos naturales son parte de nuestra rutina”. Y luego una tiene hijos. Hijos reales. Como Leo, mi hijo de 8 años, que considera que una colación sin algo crujiente no es una colación. O Matilde, de 5, que solo acepta fruta si viene cortada en forma de estrella, acomodada como un arcoíris y, ojalá, con un sticker de unicornio encima.

Entonces ahí estoy yo, cada mañana, cuchillo en mano, armando verdaderas esculturas de plátano y kiwi, mientras mi yo del pasado —esa que decía “qué exageradas esas mamás”— me observa desde el rincón con cara de “te lo dije”.

Y sin embargo, lo hago.

Lo hago porque el azúcar procesada les altera el ánimo más que una fiesta de cumpleaños con animador gritón. Porque les da hambre de nuevo en media hora. Porque he leído todos los artículos de “Nutrición infantil y colaciones saludables” (aunque entre nos, igual escondo un paquete de galletas de coco en mi cartera, por si acaso).

Pero claro, uno hace el esfuerzo, y luego se enfrenta a la realidad escolar.

Leo llega del colegio y me dice:
—Mamá, el Benja lleva plata para comprar lo que quiera en el recreo. Y la Vale lleva jugo de naranja en caja… y es igual de saludable pero más rico. ¿Por qué yo tengo una naranja?

Y una parte de mí quiere gritar:
—¡Porque te quiero, hijo! ¡Porque quiero que vivas 100 años y no te conviertas en una criatura de azúcar y colorantes!
Pero lo que digo es:
—Porque la naranja está llena de vitamina C. Y es de la estación… ¡fresquita!
Silencio. Mordisco. Cara de desdicha.

Un día incluso Matilde me devolvió una manzana roja con cara de preocupación y me dijo:
—Mamá, no la quise comer porque los compañeros me dijeron que estaba envenenada y que si la comía me iba a quedar dormida para siempre.
Y yo, tratando de no reírme y con calma, le expliqué que eso no era verdad, que la manzana era sana y que no tenía nada de malo. Pero igual me quedé pensando en lo fácil que es que se metan ideas raras en la cabeza cuando uno no está mirando.

¿Dónde está el manual, por favor? ¿Dónde está la sección que dice cómo hacer que una niña de cinco años se emocione por una manzana fresca?

Y así voy. Un día gano, otro pierdo. Hay mañanas en que se comen todo y me siento madre del año. Y otras en que el plátano vuelve negro y pisoteado al fondo de la mochila, como recordatorio de que no todo lo que brilla es saludable… ni aceptado.

Pero hay algo que me consuela: la persistencia.
Porque si algo he aprendido en estos ocho años de maternidad, es que las semillas que uno planta hoy (literal y metafóricamente), no siempre florecen de inmediato. A veces se quedan dormidas. A veces necesitan agua, paciencia y un poco de humor.

Y otras, como esta mañana, florecen sin aviso.
Cuando Leo abrió su colación y dijo:
—¡Oye, mamá! ¿Sabías que las uvas verdes parecen alienígenas miniatura? Me gustan.

Ese día la fruta ganó.
Y yo también.

Yo, Mamá 💜🌸

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