Cómo perdí la guerra contra la acelga y sobreviví para contarlo

Yo tenía una enemiga en esta casa. Silenciosa, persistente, de hojas verdes y tallo blanco. Se llama acelga. Y lleva años mirándome desde el refrigerador como diciendo: “hoy tampoco va a funcionar, ¿cierto?”.

En esta guerra doméstica, yo lo intenté todo: hamburguesas verdes, croquetas disfrazadas, sopa triturada nivel laboratorio químico. Y nada. A Leo no le interesa el verde si no viene en forma de pasto de cancha de fútbol. Y Matilde, bueno… una vez lloró solo porque la acelga tocó la papa. Tocó, ni siquiera estaba revuelta. Así de grave.

Por eso, cuando Matilde volvió de casa de su abuela y me dijo: “mamá, comí una torta de acelga”, tuve que sentarme. Literal. Me senté. No por emoción. Por shock.

La misma niña que ha hecho arcadas frente a un zapallo italiano, que ha llorado frente a un brócoli al vapor, que ha declarado “no verdes, gracias” como mantra vital… esa misma criatura, había comido acelga. Voluntariamente. Y no solo eso: le había gustado.

¿Cómo? ¿Qué hechicería es esta?

“Era una torta mágica”, me dijo. Claro. Porque en casa de la abuela, la acelga no es un vegetal. Es un acto de amor. Es tortilla calentita con queso derretido. Es cuento mientras se pela. Es “no tienes que comer si no quieres” (pero comió igual). Es cariño en versión hoja verde.

Y yo, que tengo libros de nutrición infantil, recetarios, app de planificación semanal, y hasta stickers motivacionales con caritas felices, no he podido lograr eso. Ni cerca.

La acelga me ganó.

Pero no solo me ganó a mí. Se ganó a mi hija. Y en ese pequeño triunfo vegetal, me vi obligada a replantear muchas cosas. Porque no era solo que Matilde comiera la verdura. Era cómo la comía. Con quién la comía. Desde dónde la recibía.

Yo, apurada, estresada, con la mente en mil pendientes, muchas veces convierto las verduras en enemigos a vencer. En metas nutricionales. En batallas diarias.

La abuela, en cambio, las convierte en excusas para detenerse. Para estar. Para compartir.

Y entonces pensé: tal vez el problema nunca fue la acelga. Tal vez el problema es que le puse una presión que no necesitaba tener. Que la serví como deber, como medicina, como “tienes que”. Y las verduras, como los niños, necesitan un poco menos de deber y un poco más de ternura.

Spoiler: la acelga sigue sin ser un hit en casa. Pero ya no es una enemiga. Es, al menos, una conocida con potencial. Una especie de diplomática en proceso de reinserción.

Y yo… bueno. Estoy aprendiendo a bajarle el drama a las hojas verdes. A no rendirme. A entender que educar el gusto también es una siembra. Que a veces crece en nuestra tierra. Y a veces, milagrosamente, crece en la huerta de la abuela.

Yo, Mamá 💜🌸

Comparte esta nota!

Notas Relacionadas

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *