Cuando me enteré de que estaba embarazada de Leo, hace ocho años, lo primero que sentí fue un balde de agua fría cayéndome encima.
No porque no quisiera ser mamá… sino porque no me sentía lista. Tenía apenas un año y medio en un trabajo que amaba, una rutina que recién empezaba a acomodarse, planes de viajes, de estudios, de proyectos personales. Sentía que había muchas cosas por hacer antes de ese paso.
Y de pronto, el paso estaba ahí. Gigante. Ineludible. Y lo más complejo no era que no quisiera caminarlo… Sino que no sabía si iba a poder caminarlo sin soltar todo lo demás.
No fue miedo a perder mi identidad. Fue miedo a no poder cumplir lo que ya estaba construyendo. A que tener un hijo fuese como tirar el ancla justo cuando el viento por fin empezaba a empujar mis velas. ¿Sería capaz de criar, de estar, de amar profundamente… y al mismo tiempo seguir siendo yo?
Hoy, ocho años después, puedo decir con el corazón apretado de emoción que nada de eso pasó. No porque la vida haya sido fácil. No lo ha sido. Pero Leo llegó a mi vida no para quitarme nada… sino para mostrarme que podía con todo eso, y más.
Nunca olvidaré la primera vez que tuvimos que dejarlo un fin de semana con sus abuelos para hacer una escapada con su papá. Yo con culpa, con angustia, con la maleta cargada de mamaderas por si acaso (¡tenía 2 años y ya no usaba mamadera!). Y cuando volvimos, él nos recibió con una sonrisa gigante, como si me dijera:
—Tranquila, mamá. No te preocupes tanto. Yo también sé estar bien sin ti.
Y así ha sido siempre. Leo es esa voz calladitaa que me empuja sin que me dé cuenta. El que me abrazó cuando lloré porque me ascendieron pero me sentí culpable por llegar más tarde al jardín.
El que me regaló una piedra envuelta en papel aluminio para el Día de la Madre porque, según él, “brillaba como yo”. El que me demuestra todos los días que ser mamá no es darlo todo y olvidarse de una. Es caminar al lado. Es enseñar, sí, pero también dejarse enseñar.
Porque resulta que nuestros hijos también vienen a criarnos un poco.
Ahora que Matilde tiene 5, lo veo más claro que nunca. No soy ni quiero ser la mamá perfecta. Pero sí quiero ser la mujer que sigue soñando, que sigue trabajando, que se cansa, que a veces no llega a todo, pero que está presente cuando más importa.
Y en este Día de la Madre no quiero desayunos en la cama (además, ¿quién lava después?). Solo quiero abrazarlos y decirles gracias.
Porque por mucho que yo les dé la mano todos los días… de una u otra forma, ellos también, me la dan a mí.