El abuelo se cayó. Así, sin drama, sin fuegos artificiales. Solo iba caminando por la vereda, como cualquier otro martes, y en un segundo estaba en el suelo, con una pierna fracturada y una larga temporada de “reposo absoluto” por delante.
Nos enteramos por teléfono. “Papá se cayó. Está bien… o dentro de lo que cabe. Lo van a operar mañana”. Me lo dijo mi marido con esa voz templada que usa cuando no quiere preocupar, pero ya está preocupado. Y sí, estaba bien… pero no *igual*.
Porque el abuelo —mi suegro— no es cualquier abuelo. Es el que aparece sin avisar con helados en la mochila. El que hace de niñero profesional cuando tenemos reuniones imposibles. El que les construyó una casa-club de madera en el patio “porque todos los niños deberían tener una casa-club”. Es ese abuelo que parece eterno. Invencible. Y de pronto, no puede caminar.
Él no vive con nosotros, vive en su casa con mi suegra, en su mundo ordenado y con plantas bien regadas. Y ahora, desde ese mismo lugar, necesita ayuda para casi todo.
Lo fuimos a ver al hospital. Leo llevaba un dibujo de un dinosaurio con bastón. Matilde, una flor de papel con brillantina pegoteada por todas partes. El abuelo, postrado y con cara de niño aburrido, nos saludó como si nada.
—Estaré «tiqui-taca» en dos semanas —dijo.
El doctor dijo seis.
Y ahí cambió todo. Las visitas semanales se transformaron en diarias. Los niños, felices, turnándose para empujar la silla de ruedas y competir por quién ponía primero la almohada “de hospital” detrás de la espalda del abuelo. Yo, coordinando meriendas, horarios, llamadas, el WhatsApp de la familia y el reparto estratégico de tareas: “Tú llevas la comida, yo paso a dejar los remedios”.
No fue una tragedia, pero sí fue un pequeño terremoto. Uno de esos que no botan la casa, pero te obligan a volver a ordenar todo.
El abuelo —mi suegro, nuestro superhéroe doméstico— ahora necesitaba que *nosotros* estuviéramos para él. Y no sé por qué eso me conmovió tanto. Quizás porque una parte de mí no quiere que los pilares se tambaleen. Porque en esta maratón llamada crianza, una se acostumbra a que haya otros que nos sostienen. Y cuando uno de ellos cae, una se da cuenta de cuánto pesa realmente la estructura.
Pero también, algo hermoso pasó. Porque Leo y Mati no vieron a un hombre roto. Vieron una nueva forma de jugar, de cuidar, de estar. Vieron que los grandes también se enferman. Y que ahí es cuando más necesitamos querernos.
La pierna del abuelo se va a curar. Volverá a caminar, a cargar niños y a regalar dulces a escondidas. Pero algo cambió en nosotros. Ahora sabemos que los fuertes también se cansan. Y que amar, de verdad, es estar cuando alguien más no puede estar de pie.