Hoy en la mañana, mientras intentaba peinar a Matilde (una batalla épica de cada día), me dijo muy tranquila:
—No quiero ser princesa hoy. Hoy soy una señora que se va a trabajar.
Y ahí la tienes: con su peinado de media colita, lentes de juguete y un bolso lleno de lápices de colores colgado al hombro. Caminó hasta la puerta como si tuviera una junta importantísima.
—¿A qué se dedica señora? —le pregunté.
—A mandar correos y decir cosas importantes.
Mientras tanto, Leo, con una espada de cartón en una mano y una cabeza cuadrada de Minecraft en la otra, preguntando si podía llevarla “por si hay creepers”.
—¿Y si la «miss» no te deja entrar con eso? —le dije.
—Entonces construyo una puerta secreta —me respondió sin dudar.
Leo vive en Minecraft últimamente. Piensa en bloques, habla de bloques, sueña con bloques. El otro día me preguntó si se puede hacer una casa real de tierra, madera y cristal “como en creativo”, y ayer se enojó porque su hermana no le respetó las reglas del «modo supervivencia» en el patio.
A veces me desespero un poco, no lo voy a negar. Pero también lo envidio un poco. Su cabeza está tan llena de ideas, de mundos nuevos, de posibilidades que para él no tienen límites. Todo lo puede construir. Todo se puede arreglar. Todo se puede volver a intentar.
Y yo, ahí, en medio del desayuno sin terminar, viendo cómo mis hijos inventan la vida desde cero todos los días.
Y pensé: ¿qué pasaría si todos tuviéramos un poquito de eso? De esa libertad. De tomarnos en serio nuestros juegos. De creer que todo se puede construir otra vez, aunque se caiga. De pensar que lo importante se puede guardar en cofres, o defender con espadas de cartón. De vivir con creatividad, con valentía, y con esa loca seguridad de que todo está bajo control… aunque estés en pijama.
Tal vez la adultez sería menos pesada. Tal vez necesitaríamos más bloques y menos prisas.
Feliz Día del Niño a quienes todavía saben jugar sin motivo.