Quizás el título de este post les haya llamado la atención y se pregunten “¿qué pasó?”. No se preocupen, mi marido y yo seguimos juntos y felices con nuestros hijos. Pero bueno, si alguna vez no fuera así, creo que está bien hablar del divorcio con naturalidad, sin miedo ni tabúes, porque aunque planifiquemos, la vida a veces sorprende, y toca ser fuertes y seguir adelante, por nuestros hijos y por nosotros.
Lo que ocurrió es que hace unos días, Leo trajo del colegio un cuento para leer en casa. Lo habían comentado en la biblioteca y quiso volver a él conmigo, justo cuando Matilde ya duerme y todo en la casa se apaga un poquito.
Se trataba de un niño que vivía en dos casas porque sus papás estaban separados. Lo más duro era que sus padres no se hablaban bien entre ellos y muchas veces lo usaban como excusa para hacerse daño… (¡ah! Todo esto estaba ejemplificado con una familia de volantines). Al principio me sentí un poco incómoda leyendo, no porque el cuento estuviera mal escrito —todo lo contrario, era hermoso y muy sensible—, sino porque no sabía si tenía las palabras justas para acompañar todo lo que podía surgir de esa lectura.
Leo tiene ocho años. Y aunque sigue jugando con legos y armando pistas de autos con su hermana, también empieza a notar cosas. A mirar a su alrededor con más claridad. A hacer preguntas complejas, o a no hacerlas, pero dejar que floten en el aire esperando que yo las pesque.
Después de leer, nos quedamos en silencio un momento. Y entonces él me dijo, como si nada:
—Mi amigo Martín vive con su mamá en la semana, y los fines de semana va a la casa de su papá. Tiene una hermana chiquita allá, y yo creo que es feliz.
Me quedé mirándolo. A veces me sorprende lo natural que puede ser todo cuando no lo complicamos los adultos.
Le pregunté si le parecía raro que Martín viviera así. Me dijo que no, que cada familia es distinta, que algunas son grandes, otras más pequeñas, algunas viven juntas y otras no. Me habló de su amiga que vive con los abuelos, del compañero que tiene dos mamás, del primo que solo ve a su papá por videollamada porque trabaja en otra ciudad.
Y así, entre ejemplos, me di cuenta de que ya lo había entendido.
No con definiciones ni discursos. Lo entendió viviendo, mirando, preguntando y escuchando con atención.
A veces los adultos sentimos que hay que tener respuestas perfectas. Pero quizás lo más importante es acompañar la conversación sin miedo. Dejar que nuestras hijas e hijos nombren lo que ven, lo que sienten, lo que viven. Y recordar que no hay una sola forma de familia, pero sí un hilo invisible que las une a todas: el amor verdadero, ese que cuida, que escucha, que acompaña.
Porque incluso cuando una familia no vive bajo el mismo techo, cuando hay respeto y cariño, el amor siempre encuentra la forma de estar presente. 💛