Decirle a mi esposo que estaba embarazada fue fácil, me puse nerviosa, pero lo queríamos y procesarlo fue parte de un desayuno de café cargado y abrazos. Pero decirle a Leo… decirle a mi hijo de tres años que una nueva personita venía en camino… eso fue otra historia.
Y no, no hubo cigüeñas, repollos ni paquetes mágicos de París. No usamos metáforas ni cuentos. Solo la verdad, dicha con la suavidad que uno puede encontrar en medio de una marea emocional. Mamá tiene un bebé adentro.
Ese día estábamos los tres en la cama de los papás. Ese espacio que suele ser territorio de caricias, cuentos y almohadas robadas. Lo miramos, con su carita aún medio dormida, el pijama con estampado de dinosaurios y ese olor a niño que uno quiere guardar en frascos para siempre.
—Hay algo muy importante que queremos contarte —le dije.
Él nos miró con cara de “¿estoy de cumpleaños?”.
—No, es que… vas a tener una hermanita.
Silencio.
—Está creciendo en mi guatita —agregué, poniendo su manito sobre mi vientre.
Su reacción fue pura ternura. Me abrazó fuerte, me miró con los ojos enormes y preguntó:
—¿Y puede dormir conmigo también?
Mi corazón se derritió. Esa noche dormí con la sensación de que todo estaba bien. De que Leo lo había entendido. Que su ternura natural le daría la bienvenida a esta nueva vida con el amor de un hermano mayor de cuento.
Spoiler alert: eso duró exactamente una semana.
Porque con el paso de los días, Leo comenzó a notar algo. Todo, y cuando digo todo, me refiero a absolutamente todo, giraba en torno al bebé. Un bebé que ni siquiera había nacido. Un fantasma simpático que robaba conversaciones, protagonismo y actividades.
Pasamos de “jugar a los rugidos” a “vamos a elegir la pintura para la pieza de Matilde”. De “cuéntame tu sueño” a “Leo, no grites que me duele la cabeza”. De tardes en el suelo con dinosaurios a paseos por tiendas viendo cosas que él ni podía tocar. Y aunque nunca lo dijo con palabras, lo veíamos. Su mundo se estaba achicando. Y no porque llegara alguien más, sino porque sin querer, dejamos de invitarlo a vivir esta nueva etapa.
Así que pusimos freno. Respiramos. Observamos. Y lo integramos.
Lo llevamos a escuchar los latidos en la siguiente ecografía, le dimos el rol de “hermano experto” y lo dejamos elegir un peluche especial para cuando Matilde naciera (el más feo del mundo por cierto, pero él estaba orgulloso y eso era todo lo que importaba). Pintó una pared con su mano para que “ella supiera que él estaba ahí” y le hablaba por las noches desde mi panza como si fuera un walkie talkie.
Hoy, cinco años después, puedo decir sin exagerar que Matilde no solo ganó una familia: ganó un aliado, un compañero y un hermano que, a pesar de los celos, los ajustes y las pataletas del camino, aprendió a amar desde antes de conocerla.
Si estás ahí, sentada con una ecografía en la mano y un primer hijo mirándote con amor, miedo y mil preguntas, respira. No necesitas un manual. Solo necesitas mirar sus ojos, decir la verdad con cariño y recordar que su lugar en tu corazón no se achica… se multiplica.