La primera vez que mi hijo lloró desconsoladamente por alguien que ya no volvería, no fue por una persona. Fue por nuestra perrita Mora. Una mestiza peluda y suave, que había llegado antes que él y que, en muchos sentidos, fue su primera mejor amiga.
Mora no era “una mascota” para él. Era parte de la familia. Dormía a los pies de su cama, le lamía las manos cuando estaba triste y siempre parecía saber cuándo nos hacía falta un poco más de ternura. Por eso, cuando enfermó, y el veterinario nos habló de calidad de vida y despedidas, supe que lo que venía era mucho más que explicarle la muerte.
Nos tocaba, como familia, vivirla.
Mi hijo tenía seis años. Y preguntaba con una naturalidad desconcertante ¿se va a morir?… mamá… ¿Duele morirse?…
No tuve respuestas mágicas. Pero sí descubrí que los niños no necesitan grandes discursos. Necesitan presencia, verdad en porciones pequeñas y, sobre todo, permiso para sentir.
Esa noche, mientras él acariciaba a Mora por última vez, me dijo: “Estoy triste, pero también contento porque ya no le va a doler más”.
Y ahí entendí que cuidar es también dejar ir. Que acompañar es aprender a soltar con amor.
Hicimos un pequeño ritual con lo que teníamos: una caja de cartón decorada con crayones, una carta con dibujos, una flor del jardín y muchas lágrimas que no intentamos esconder. No sé si lo hicimos bien. Pero sé que lo hicimos juntos.
Desde entonces, Mora sigue apareciendo en las conversaciones. En los dibujos. En los juegos. No intentamos borrarla para que “no duela”. Porque lo que duele es importante. Porque la tristeza también educa.
No todas las familias son como la mía. A veces es la abuela quien está ahí para sostener. A veces no hay jardín donde enterrar. A veces el adulto también está devastado y no puede decir una sola palabra. Y todo eso está bien. Lo importante es no hacer como si nada hubiera pasado.
Los niños ven, sienten, entienden a su manera. Solo necesitan que estemos disponibles para no pasar por eso solos.
Hoy, meses después, todavía hay días en los que mi hijo mira su peluche de Mora y suspira. A veces le habla. Y yo lo dejo. Porque no quiero enseñarle a olvidar, sino a recordar con amor.