No tenía ganas de cocinar. Menos de ir al supermercado. Pero el refrigerador daba pena: ni una hoja verde viva, ni un tomate que no pareciera deprimido. Agarré las bolsas y sin pensarlo mucho, les dije a los niños:
—Vístanse. Vamos a la feria.
Matilde apareció con vestido, cartera, y un sombrero que parecía sacado de una película de abuelitas inglesas. Leo con calcetines disparejos y su eterna cara de sospecha. En resumen, estábamos listos.
Apenas llegamos, Matilde abrió los ojos como cuando vamos al parque, Leo caminaba cerca mío, un poco abrumado por el ruido y todo el ajetreo.
—¡¿Por qué gritan todos?! —me preguntó, tapándose un oído.
—No gritan, están vendiendo. Así se hace aquí, con harta energía —le respondí.
Se quedó mirándome como si no me creyera, pero pronto se dejó llevar por el ambiente.
Paré a comprar tomates en el puesto de Don Ramiro, el de siempre. Ese que tiene el equilibrio perfecto entre precio, sabor y simpatía. Apenas me vio, me saludó y ya tenía listo el cajón con lo que sabía que me gustaba: firmes, jugosos, ni muy verdes ni muy maduros.
Mientras me contaba que su mamá estaba un poco complicadita de salud, los niños la revolvían entre las cajas de tomates con total libertad. Matilde los levantaba uno a uno como si estuviera eligiendo joyas. Leo encontró uno con una cicatriz que parecía una sonrisa y me lo mostró como si fuera un descubrimiento arqueológico.
—Guárdame este, mamá —me dijo, y lo puso en la bolsa él mismo.
Más adelante, pasamos por un puesto donde colgaban manojos de albahaca que llenaban el aire con su aroma inconfundible. Matilde se detuvo, cerró los ojos y respiró profundo.
—Huele a algo rico —dijo.
—Sí —le respondí—. A pizza margarita jajaja.
Seguimos avanzando, y antes de volver, compré una bolsa de frutillas grandes, brillantes. Para que se entretuvieran un rato, se las pasé pero con advertencia:
—Una cada uno. Y sin pelear.
—Ya —dijeron al unísono, lo cual me debió haber hecho sospechar.
Mientras yo pagaba las últimas verduras, ellos se alejaron un par de metros pero siempre dentro de mi perímetro de alerta, y cuando íbamos por la vereda de regreso al auto, recién me detuve a mirarlos con atención: manos pegajosas y bocas llenas de restos de frutllas.
—¿Se las comieron todas? —pregunté.
—Casi todas —dijo Matilde.
—Yo me comí las más chicas nomás —dijo Leo, sin mirarme.
No sé si compramos todo lo que necesitábamos, pero fue suficiente. Ellos no dijeron que se aburrieron, no pelearon entre ellos y, por un rato, se olvidaron de las pantallas.
Cuando íbamos en el auto de regreso a la casa, Leo comenzó a gritar casi jugando:
—¡Hueeeeeeeeevos… lleve la docena de hueeeeeevos!
Y la Mati desde su silla me preguntó si cuando llegaramos a la casa podíamos jugar a la feria. ¿Qué quieren que les diga?… no trajimos grandes cosas, pero hicimos algo mejor que solo las frutas y las verduras pueden lograr: creamos un recuerdo.
Esa noche, mientras cocinaba con los tomates y la albahaca, me acordé de cuando yo iba con mi mamá a la feria, con bolsas de género, los mismos olores, seguramente la misma expresión de asombro y las mismas travesura, entonces pensé… ¡Qué bonito cuando las cosas se repiten sin perder la magia!.